Florentia
Iliberritana. Año 45 antes de nuestra era.
Allá en el alto castro que domina la
pequeña civitas, en el Orto Carolo, donde se eleva la fortaleza del sátrapa y
aliado de Roma, Pex Minaretix III el Rústico, todo está manga por hombro y no
cesa la agitación por restablecer en algo el orden: se espera la visita del
mismísimo Julio César, que hará una breve estancia en su marcha de regreso a la
Ciudad Eterna, después de vencer a los hijos de Pompeyo en tierras de Munda,
lugar famoso por sus vinos claretes y testarudos. Pero en fin, la cosa es que en
el palacio de Minaretix, tiempo ha que se soportaba una hediondez, a causa,
decía el tiranuelo, de los carros y carretas de la plebe y las bestias que los
arrastraban, que cargados con sus cosas y sus gentes, deambulaban como era y es
habitual en cualquier urbe del Orbe, defecando ora aquí, ora allá... Así pues,
mostrando plena convicción y abusando de su condición, prohibió el tránsito a
todo vehículo de tracción animal por las inmediaciones extensas del alcance de
su vista. Pero pasaban los días y aunque ningún mulo defecara en los aledaños
del alto castro, la repugnante pestilencia se había instalado de tal modo que ya
se hacía insoportable.
Y allá se hallaban, sobre las murallas,
oteando hacia poniente, Minaretix y su sibila, la que no se nombra, la malvada
Friktástila. Él, inquieto y cabreado, forzaba una ensayada sonrisa para ocultar
su laxante estado. Ella, la que no se nombra, hierática y altiva su menuda y
huesuda figura, observaba que las columnas de humo que por la mañana se
elevaban al cielo, quedaban veladas por el polvo que a esa hora del atardecer
levantaba a su paso las legiones. Ya se había adelantado un correo para
advertir de la inminente llegada del glorioso ejército de Roma y de su general,
Julio César. Y también advirtió el heraldo cierto tufo que ofendía un rato las
narices, que si no usaban de las magníficas cloacas romanas, dijo, o a qué se
debía ese repugnante hedor. Acá se defendió Minaretix culpando a la chusma y a sus
bestias, que todo lo ponen perdido de estiércol, dijo. Tengo entendido, dicen que
le dijo el heraldo, que tu cognomen es Rústico, a causa de tu origen y ascendencia,
de cierto terruño próximo a Acatucci, ¿es así? Así es, reconoció aun tornándose
rojo de ira, un tic nervioso le afectó a un párpado, notó movimientos en su
vientre y hubo de aguantarse un pedo. En Roma, continuó el romano examinando
los rubores del sátrapa, se imposibilita el paso de carros durante el día
porque se origina un caos espantoso y no se puede caminar, pero de noche se
abren las puertas de la ciudad para que todo el mundo pueda trasladar
mercancías, enseres, pertenencias y... ¡Y lo que a cualquiera le venga en gana!,
cuentan que le soltó de un grito. Es una política coherente, añadió reflexivo, para
no asfixiar a una ciudad, que no sepas esto no me sorprende, pero siendo tan
rústico como eres, que no alcances a discernir entre el olor a estiércol de
burro y esta hediondez a mierda humana que flota en el ambiente... Aquí lo que
pasa es que algún poblador del castillo, caga recio, atranca las cloacas y las
heces se acumulan. Averigua quien es y expúlsalo, es de mal augurio, dicen que
le aconsejó por lo bajini. Pero Pex Minaretix III el Rústico, que sintió
aquellas palabras como si un hierro candente penetrara en su estómago, sólo fue
capaz de tragarse el orgullo de reyezuelo sojuzgado y aceptar el consejo con
fingida cortesía, y disponerse a recibir al dueño de Roma en su fétida morada.
Bueno, dicen que se consoló el tirano, por lo menos no está la chusma
estorbando en las calles y podrá pasear a su gusto, el augusto Julio César.